martes, 13 de febrero de 2018

Capitulo II: El Interés En La Lucha Por El Derecho - La lucha por el derecho - Rudolf Von Ihering

La lucha por el derecho concreto de que vamos a hablar en esta segunda parte, tiene como causa una lesión o una sustracción de este derecho. De que ningún derecho, tanto el de los individuos como el de los pueblos, esté fuera del cambio y variación, resulta que esa lucha puede verificarse en todas las esferas del derecho, desde las bajas regiones del derecho privado, hasta la alturas del derecho público y del derecho de gentes. ¿ Qué son si no, a pesar de las diferencias del objeto en litigio, de las formas y dimensiones de la lucha, la guerra y las revoluciones, la ley de Lynch, el cartel de desafío en la Edad Media y su última expresión en el duelo moderno? ¿ Qué son, en fin, la defensa obligatoria y esa lucha de los procesos? ¿ Qué son escenas de un mismo drama, la lucha por el derecho? 

Para tratar de un objeto de importancia tan general, elegimos la menos ideal de todas sus formas, la lucha legal por el derecho privado; porque precisamente en este caso, es donde la verdadera causa del proceso puede las más de las veces escaparse, no solamente a la penetración del público, sino también a la de los mismos hombres de ley; mientras que el móvil aparece en todas las otras formas del derecho, sin obscuridad claramente, y el espíritu más apático comprende que los bienes en cuestión, merecen supremos sacrificios y nadie se pregunta: ¿ Porqué luchar, no será mejor ceder? El grandioso espectáculo que ofrece el desenvolvimiento de las fuerzas humanas más grandes, junto con los más costosos sacrificios, arrastran irremisiblemente al hombre y le elevan a la altura de lo ideal.
Pero es otra cosa cuando se trata de la lucha por el derecho privado; por lo estrecho del círculo de intereses relativamente fútiles, en el cual se mueve; pues siempre la cuestión de lo mío y de lo tuyo, con su prosa inseparable, parece relegada exclusivamente a esa región donde no se calcula más que las ventajas materiales y prácticas, y además que, las formalidades a que su acción está sometida, haciendo difícil su empleo, la imposibilidad también que tiene el sujeto de proceder libre y enérgicamente, no contribuyen a disminuir una impresión ya de suyo desfavorable. En otro tiempo en que cuestiones semejantes se zanjaban también en la lid, en ese eterno problema de lo mío y de lo tuyo, se hacía claramente resaltar la verdadera significación de la lucha. Cuando la espada era la llamada a poner término a las guerras de lo tuyo y de lo mío, cuando el caballero de la Edad Media enviaba el cartel de desafío, lo que presenciaban la lucha podían colegir perfectamente que no se luchaba sólo por la cosa en su valor material, por sólo evitar una pérdida pecuniaria, sino que se defendía algo más, se defendía en la cosa el derecho de cada uno, su honor, su persona misma. 

¿Pero a que evocar tan viejos recuerdos para llegar a una explicación que la historia del presente- aún cuando diferente en la forma, pero exactamente igual en el fondo – puede darnos tan bien como en el pasado? Echemos, en efecto, una mirada sobre los fenómenos de la vida actual; hagamos algunas investigaciones psicológicas sobre nosotros mismos, y llegaremos a las mismas conclusiones. 

Cuando un individuo es lesionado en su derecho, se hace irremisiblemente esta consideración, nacida de la cuestión que en su conciencia se plantea, y que él puede resolver según le parezca: si debe resistir al adversario o debe ceder. Cualquiera sea la solución, deberá hacer siempre un sacrificio; o bien ha de sacrificar el derecho o la paz al derecho. La cuestión presentada en estos términos, parece limitarse a saber cuál de ambos sacrificios es menos oneroso. El rico, por ejemplo, podrá en un caso abandonar por la paz una suma para él insignificante; mientras que un pobre sacrificará la paz porque será para él la misma suma de relativa importancia. La lucha por el derecho no sería, pues, más que una pura regla de cálculo, en la que se pesaría, de un lado, las ventajas, y de otro, las pérdidas; y de esta especie de balance nacería la decisión. 

Sabido es que esto en realidad no es así. La experiencia diaria nos presenta procesos en los cuales el valor del objeto del litigio no tiene ninguna relación con el sacrificio probable, los esfuerzos y gastos de dinero que será preciso hacer. El que ha perdido un thaler no dará dos seguramente por encontrarlo, y la cuestión de saber cuanto deberá dar, no es, en realidad, más que una operación de cálculo. ¿ Por qué, pues, no sucede así en el proceso? Que no se diga que se espera ganarlo y que las costas recaigan sobre el adversario, porque muchos hay que la certidumbre de pagar caro el triunfo, no es bastante para que no entablen una acción en justicia. ¡Qué de veces el magistrado que se hace cargo del mucho gasto del litigio a una parte, oye como respuesta: “ Quiero intentar el proceso a toda costa!” 

¿Cómo nos explicamos esta actitud que desde el punto de vista del interés bien entendido es un contrasentido manifiesto? 

Bien conocida es la respuesta que se da ordinariamente, diciendo: es la manía de litigar, el puro amor al embrollo, el deseo ardiente e irresistible de hacer daño al contrario. 

Pero dejemos esta especie, y en lugar de dos individuos pongamos dos pueblos. El uno arrebata ilegalmente al otro una legua cuadrada de terreno inculto y sin valor; ¿qué hará este último? ¿Deberá declarar la guerra? Consideremos la cuestión desde el punto de vista en que se coloca esa teoría de la manía de litigar cual si se tratase de juzgar la conducta del campesino, a quien un vecino ha arrebatado algunos pies de terreno, y a quien por tanto se ha perjudicado en su propiedad. ¿ Qué es, qué vale una legua cuadrada estéril en comparación con una guerra que costará miles de individuos, que sumirá en el dolor y en la ruina al pobre y al rico, que destruirá cabañas y palacios, que hará gastar los millones del Tesoro Público y amenazará quizá la existencia del Estado? Hacer tales sacrificios por semejante causa,¿no es el colmo de la locura? 

Tal sería el juicio si fuese posible pesar con la misma balanza al campesino y al pueblo. Pero todos se guardarán bien de dar al segundo el mismo consejo que al primero. No hay nadie que no afirme que un pueblo que no resistiese ante semejante violación de su derecho, confirmaba su propia sentencia de muerte. A un pueblo que sufriese que le ocupen y conquisten impunemente una legua cuadrada de su terreno, se le iría poco a poco ocupando todas las demás hasta que no le quedase nada, y que dejase de existir como Estado, y no merecería en verdad más digna muerte ni suerte mejor. 

Si, por consiguiente, el pueblo debe recurrir a las armas cuando se trata de una legua cuadrada sin ocuparse de su valor, ¿por qué el campesino de que hemos hablado no deberá hacer lo propio? ¿Será preciso detenerlo con este decreto o sentencia: quod licet Jovi non licet bovi? Así como no es solamente por defender un pedazo de tierra, sino que es sobre todo por su existencia, por su independencia y honor, por lo que un pueblo toma las armas; análogamente en sus acciones, en los litigios, en los que existe una gran desproporción entre el valor del objeto y los sacrificios de cualquier naturaleza que sea preciso hacer, no se va al proceso, no se litiga por el valor mezquino, quizá, del objeto, sino por una razón ideal, la defensa de la persona y de su sentimiento del derecho; cuando el que litiga se propone semejante fin y va guiado por tales sentimientos, no hay sacrificio ni esfuerzo que tenga ante su vista peso alguno, pues ve en el fin a que tiende la recompensa de todos los medios que emplea. No es el interés material atacado quien pone al individuo que recibe tal lesión en camino de reclamar una satisfacción, sino el dolor moral que le causa la injusticia de que ha sido víctima. 

La gran cuestión para él no es la devolución del objeto, que muchas veces dona a un establecimiento de beneficencia, lo que puede moverle a litigar; lo que más desea es que se le reconozca su derecho. Una voz interior le grita que no le está permitido retirarse de la lucha, que no es sólo el objeto, que no tiene valor alguno, sino su personalidad, su sentimiento del derecho, y la estima que a su propio valor se debe, lo que está en litigio; en una palabra, el proceso es, más que una cuestión de interés, una cuestión de carácter. 

Pero la experiencia nos enseña también que otros individuos colocados en situación semejante, toman una decisión contraria del todo, prefieren la paz a un derecho tan trabajosa y penosamente conquistado. ¿ Cómo podremos juzgarles? Bastará decir, ¿es una cuestión de gusto y de temperamento; éste ama la paz, aquél la lucha, y desde el punto de vista del derecho, ambos son respetables, porque todo interesado puede elegir entre abandonar su derecho o hacerle valer? Consideramos de esta manera de proceder que se encuentra frecuentemente en la vida, como perfectamente condenable y contraria a la esencia misma del derecho; si fuera posible suponer que llegase alguna vez a prevalecer, se destruiría el derecho mismo, porque predica la fuga ante la injusticia mientras que el derecho no existe sino luchando contra ésta. 

Por nuestra parte, oponemos el doble principio que vamos ahora a someter a la atención del lector. Resistir a la injusticia es un deber del individuo para consigo mismo, porque es un precepto de la existencia moral, es un deber para con la sociedad, porque esta resistencia no puede ser coronada con el triunfo, más que cuando es general.

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