El derecho es una idea práctica, es decir, indica un fin, y como toda idea o tendencia, es esencialmente doble porque encierra en sí una antítesis, el fin y el medio. No basta investigar el fin, se debe además mostrar el camino que a él conduzca. He aquí dos cuestiones a las que el derecho debe siempre procurar una solución, hasta el punto, que puede decirse que el derecho no es en su conjunto y en cada una de sus partes más que una constante respuesta a aquella doble pregunta. No hay un solo título, sea por ejemplo el de la propiedad, ya el de obligaciones, en que la definición no sea necesariamente doble y nos diga el fin que se propone y los medios para llegar a él. Mas el medio, por muy variado que sea, se reduce siempre a la lucha contra la injusticia. La idea del derecho encierra una antítesis que nace de esta idea, de la que es completamente inseparable: la lucha y la paz; la paz es el término del derecho, la lucha es el medio para alcanzarlo.
Se podrá objetar que la lucha y la discordia son precisamente lo que el derecho se propone evitar, porque semejante estado de cosas implica un trastorno, una negación del orden legal, y no una condición necesaria de su existencia. La objeción podría ser justa si se tratase de la lucha de la injusticia contra el derecho; pero aquí se habla de la lucha del derecho contra la injusticia. Si en esta hipótesis el derecho no lucha, es decir, no hace una heroica resistencia contra aquélla, se negará a sí mismo. Esta lucha durará tanto como el mundo, porque el derecho habrá de prevenirse siempre contra los ataques de la injusticia. La lucha no es, pues, un elemento extraño al derecho; antes bien, es una parte integrante de su naturaleza y una condición de su idea.
Todo derecho en el mundo debió ser adquirido por la lucha; esos principios de derecho que están hoy en vigor ha sido indispensable imponerlos por la lucha a los que no lo aceptaban, por lo que todo derecho, tanto el derecho de un pueblo, como el de un individuo, supone que están el individuo y el pueblo dispuestos a defenderlo. El derecho no es una idea lógica, sino una idea fuerza; he ahí porque la justicia, que sostiene en una mano la balanza donde pesa el derecho, sostiene en la otra la espada que sirve para hacerle efectivo. La espada, sin la balanza, es la fuerza bruta, y la balanza sin la espada, es el derecho en su impotencia; se completan recíprocamente: y el derecho no reina verdaderamente, más que en el caso en que la fuerza desplegada por la justicia para sostener la espada, iguale a la habilidad que emplea en manejar la balanza.
El derecho es el trabajo sin descanso, y no solamente el trabajo de los poderes públicos, sino también el de todo el pueblo. Si abrazamos en un momento dado toda su historia, nos presenta nada menos que el espectáculo de toda una Nación, desplegando sin cesar para defender su derecho tan penosos esfuerzos como los que hace para el desenvolvimiento de su actividad en la esfera de la producción económica e intelectual. Todo hombre que lleva en sí la obligación de mantener su derecho, toma parte en este trabajo nacional, y contribuye en lo que puede a la realización del derecho sobre la tierra.
Este deber, no se impone sin duda a todos en la mismas proporciones. Miles de hombres pasan su vida felizmente sin lucha, dentro de los límites fijados por el derecho, y si nos llegásemos a ellos hablándoles de lucha por el derecho, afirmando que el derecho es la lucha, no nos comprenderían, porque siempre fue para ellos el reinado de la paz y del orden. Desde del punto de vista de su personal experiencia, tienen perfecta razón; hacen como todos aquellos que tienen riquezas heredadas y que han recogido sin pena el fruto del trabajo de otros, que niegan esta proposición: la propiedad es el trabajo. La causa de esta ilusión, viene de que los dos sentidos en que se nos ofrecen la propiedad y el derecho, pueden descomponerse subjetivamente de tal manera, que el goce y la paz estén de un lado, y la lucha y el trabajo estén del otro. Si dirigiésemos igual pregunta a los que lo vean bajo este último aspecto, nos contestarán todo lo contrario. El derecho y la propiedad son como la cabeza de Jano, de doble rostro: éstos no pueden ver más que uno de los lados, aquéllos el otro, y de ahí resulta el diferente juicio que forman del objeto.
Lo que decimos del derecho, se aplica, no sólo a los individuos, sino también a generaciones enteras. La vida de las unas es la paz, la de las otras es la guerra, y los pueblos como los individuos, son, por consecuencia de ese modo de ser subjetivo, llevados hacia el mismo error: nos alimentamos en ocasiones del sueño de una larga paz, y nos creemos en la paz perpetua, hasta el día en que suene el primer cañonazo, viniendo a disipar nuestras esperanzas, haciendo con tal cambio nacer una generación, tras la que vivió en deliciosa paz, que vivirá en constante guerra, que no disfrutará un solo día, sino a costa de tremendas luchas y de rudos trabajos. Así se reparten, en el derecho como en la propiedad, el trabajo y el goce, sin que por esto, su correlación sufra el menor detrimento. Si vivís en la paz y en la abundancia, pensad que otros han debido luchar y trabajar por vosotros. Es preciso pensar en los tiempos del Paraíso si se quiere hablar de la paz sin lucha, y del goce sin trabajo, porque nada se conoce en la historia que no sea el resultado de penosos y continuos esfuerzos. Más adelante desenvolveremos el pensamiento de que la lucha es para el derecho, lo que el trabajo es para la propiedad; y que relativamente a su necesidad práctica y a su dignidad moral, debe ser colocado en absoluto en la misma línea. Con esto venimos a rectificar una falta de omisión de que con derecho se acusa a nuestra teoría; y no solo a nuestra filosofía del derecho, sino también a nuestra jurispruden- cia positiva. Nuestra teoría, fácil es notarlo, se ocupa mucho más con la balanza que con la espada de la justicia; lo limitado del punto de vista puramente científico bajo el que mira el derecho, que es lo que hace aparecer a éste menos bajo su lado real, como idea de fuerza, que bajo su lado racional, como un tejido de principios abstractos, ha impreso, según creemos, a toda esta manera de ver la cuestión, un carácter que no está muy en armonía con la amarga realidad. El desenvolvimiento de nuestra tesis dará la prueba de lo que decimos.
El derecho envuelve, como es sabido, un doble sentido: el sentido objetivo que nos presenta el conjunto de principios de derecho en vigor: el orden legal de la vida, y el sentido subjetivo, que es, por decirlo así, el precipitado de la regla abstracta en el derecho concreto de la persona. El derecho encuentra en esas dos direcciones una resistencia que debe vencer, y en ambos casos debe triunfar, o mantener la lucha. Por más que nos hemos propuesto directamente como objeto de estudio el segundo de esos puntos de vista, no debemos dejar de establecer, por la consideración del primero, la lucha, como hemos afirmado anteriormente, es de la misma esencia del derecho.
He ahí para el Estado que quiere el reinado del derecho, un punto incontestable que no exige prueba alguna. El Estado no puede lograr mantener el orden legal, más que luchando continuamente contra la anarquía que le ataca. Pero la cuestión varía de aspecto si se trata del origen del derecho y se estudia, ya su nacimiento desde el punto de vista histórico, ya la constante y continua renovación que en él se opera todos los días ante nuestra vista, tal como la supresión de títulos en vigor, la anulación de artículos de leyes que están rigiendo, en una palabra, el progreso en el derecho. Si sostenemos, en efecto, que el derecho está sometido a una misma ley, bien se trate de su origen o bien de toda su historia, establecemos una teoría diferente de la generalmente admitida en nuestra ciencia del Derecho romano. Según esta doctrina, que llamaremos con el nombre de sus dos principales representantes, de Savigny y Puchta, sobre el origen del derecho, éste se desenvuelve insensiblemente sin dificultad, como el lenguaje. No es necesario, según afirma tal doctrina, luchar; la investigación misma es inútil, porque esa fuerza de la verdad que secretamente obra en la vida, avanza con paso lento, pero seguro, y sin violentos esfuerzos, y el poder de la persuasión va produciendo poco a poco la luz en los corazones, que obrando bajo su influencia, lo revisten de una forma legal. Una regla de derecho nace, pues, tan sencillamente como una regla gramatical, y para explicar según esta teoría como el antiguo Derecho romano viene a permitir al acreedor vender al deudor insolvente o autorizar al propietario de un objeto robado para reivindicar la cosa en cualquier punto donde la encuentre, basta decir, que de parecido modo a como fue introducido en la vieja Roma la regla cum rigiendo el ablativo.
Esta era la idea que yo tenía sobre el origen del derecho cuando dejaba la Universidad y bajo cuya influencia he estado muchos años. ¿ Podrá ser verdad? El derecho, preciso es concederlo, se desenvuelve sin necesidad de investigaciones, inconscientemente, empleando la palabra que se ha introducido, orgánicamente, intrínsicamente, como el lenguaje. De este desenvolvimiento interno es del que se derivan todos esos principios de derecho que los decretos semejantes e igualmente motivados interponen poco a poco en las relaciones jurídicas, así como esas abstracciones, esos corolarios, esas reglas que la ciencia saca del derecho existente, por medio del razonamiento, y pone luego en evidencia.
Más el poder de estos dos agentes, las relaciones y la ciencia, es limitado; pueden dirigir el movimiento en los límites fijados por el derecho existente, impulsarle, pero no les es dado derribar los diques que impiden a las aguas tomar un nuevo curso. No hay más que la ley, es decir, la acción voluntaria y determinada del poder público, que tenga esa fuerza, y no por azar: sino en virtud de una necesidad, que es de la naturaleza íntima del derecho, por lo que todas las reformas introducidas en el procedimiento y en el derecho positivo, se originan en leyes. Sin duda puede suceder que una modificación llevada a cabo por la ley en el derecho existente, sea puramente abstracta, que su influencia esté limitada a ese derecho mismo, sin notarse en el dominio de las relaciones concretas que estén establecidas sobre la base del derecho hasta entonces en vigor; en este caso la operación es como una reparación puramente mecánica, que consiste en reemplazar un tornillo o una rueda usada por otra mejor.
Pero llega el caso frecuente de que una modificación no puede operarse más que hiriendo o lesionando profundamente derechos existentes e intereses privados; porque los intereses de miles de individuos y de clases enteras, están de tal modo identificados con el derecho en el curso de los tiempos, que no es posible modificar aquél sin sentirlo vivamente tales intereses. Si se pone entonces el principio del derecho enfrente del privilegio, se declara por este hecho solo, la guerra a todos los intereses, se intenta arrancar un pólipo que se agarra con todas sus fuerzas. Una consecuencia del instinto de conservación personal, es que los intereses amenazados opongan a toda tentativa de tal naturaleza, la más violenta resistencia, dando vida a una lucha, donde como en otras parecidas, no serán los razonamientos, sino las fuerzas encontradas las que decidirán, produciendo frecuentemente el mismo resultado que el paralelogramo de las fuerzas, el cambio de las componentes de una diagonal.
Este es el único medio de explicar cómo las instituciones después de hallarse tanto tiempo condenadas en principio, encuentran todavía modo de vivir durante siglos, y no es la vis inertiae quien las mantiene, sino la oposición, la resistencia que hacen los interesados atacados.
Cuando el derecho existente es defendido de tal modo por los intereses a su calor creados, el del porvenir no puede vencer sino sosteniendo una lucha que dure muchas veces más de un siglo; y mucho más si los intereses han tomado el carácter de derechos adquiridos. Entonces hay dos partidos enfrente el uno del otro, llevando cada uno escrito en su bandera, santidad del derecho; y el uno llama santidad al derecho histórico, al derecho del pasado; y el otro santidad, al derecho que se desenvuelve y se renueva sin cesar, al derecho primordial y eterno de la humanidad en el constante cambio. Existe entonces un conflicto de la idea del derecho consigo misma; y para los individuos que después de haber sacrificado a la defensa de sus convicciones, todas sus fuerzas y todo su ser, sucumben al fin bajo el juicio supremo de la historia, es un conflicto éste que verdaderamente tiene algo de trágico. Todas esas grandes conquistas que en la historia del derecho pueden registrarse: la abolición de la esclavitud, de la servidumbre, la libre disposición de la propiedad territorial, la libertad de la industria, la libertad de conciencia, no han sido alcanzadas sino después de una lucha de las más vivas que con frecuencia han durado siglos, y muchas veces han costado torrentes de sangre. El derecho es como en Saturno devorando a sus hijos; no le es posible renovación alguna sino rompiendo con el pasado.
Un derecho concreto que invoca sus existencia para pretender una duración ilimitada, la inmortalidad, recuerda al hijo que levanta el brazo contra su madre; menosprecia la idea del derecho, sobre el cual se apoya, porque el derecho será eternamente el mudar; así lo que existe, debe ceder pronto su puesto al nuevo cambio, porque como advierte el célebre autor de Fausto:
... Todo lo que nace
debe volver a la nada
El derecho considerado en su desenvolvimiento histórico, nos presenta, pues, la imagen de la investigación y de la lucha; en una palabra, de los más penosos esfuerzos. El espíritu humano que forma inconscientemente el lenguaje no encuentra violenta resistencia, y el arte no tiene otro enemigo que vencer que su pasado; el gusto existente. Pero no es así en el derecho en tanto que es fin; colocado en medio de esos confusos engranajes donde se mueven todos los esfuerzos, y donde se ventilan todos los diversos intereses de los hombres, el derecho debe estudiar y buscar sin cesar el verdadero camino, y cuando lo ha encontrado, derribar todos los obstáculos que se oponen e impiden avanzar. Si está fuera de duda que esta marcha es regular y tan interior como la del arte y la del lenguaje, no es menos cierto que se verifica de una manera muy distinta, y en este sentido es preciso rectificar el paralelo tan ligera y tan ligeramente admitido, que Savigny ha establecido, entre el derecho de una parte, y el lenguaje y el arte de la otra. Falsa en teoría, pero no peligrosa, esta doctrina como máxima política, es uno de los errores más fatales que pueden imaginarse, porque viene a aconsejar al hombre que aguarde, cuando él debe obrar, y obrar con todas sus fuerzas y con pleno conocimiento de causa. Le invita a esperar, diciéndole que las cosas se hacen por sí mismas, que lo mejor que puede hacer es cruzarse de brazos y esperar confiadamente lo que saldrá poco a poco de esa fuente primitiva del derecho que se llama opinión pública en materia de legislación. De ahí nace la aversión a Savigny y de toda su escuela a la iniciativa del poder legislativo, y que Puchta haya desconocido completamente en su teoría del derecho consuetudinario el verdadero sentido de la costumbre. La costumbre no es para Puchta, más que un medio descubrir la persuasión legal; pero este gran talento había olvidado completamente observar y sentar que esa persuasión comienza a formarse solamente cuando ella obra, que es esta acción misma quien le da poder y la fuerza de dominar; en una palabra, que del derecho consuetudinario, como de cualquier otro, puede decirse: el derecho es una idea de fuerza. Puchta, sin embargo, no hacía más que pagar su tributo a la época en que vivía. Corría el período romántico de nuestra poesía, y si no repugnase aplicar esta idea a la jurisprudencia, tomándose el trabajo de comparar las direcciones seguidas en este doble terreno, no llegaría a admirarnos la idea de poder llamar a esta escuela, la escuela romántica del derecho. Y es en verdad una idea romántica, el representarse el pasado bajo un falso ideal, y figurarse el nacimiento del derecho sin trabajo, sin esfuerzo alguno, sin acción, como las plantas nacen en los campos.
¡La triste realidad nos convence de lo contrario! A poco que la contemplemos, nos muestra los pueblos que no llegan a establecer su derecho, sino a precio de grandes esfuerzos, y a estas cuestiones tan graves que se amontonan tumultuosamente, podemos añadir todo el testimonio del pasado, cualquiera que sea la época sobre la que hagamos nuestras investigaciones. No queda para la teoría de Savigny más que los tiempos prehistóricos, acerca de los que no tenemos datos; pero permítasenos una hipótesis; opondremos a la doctrina de Savigny que nos presenta el derecho naciendo simplemente de la persuasión popular, nuestra teoría, que es diametralmente opuesta; y será preciso concedernos que tiene al menos con la época prehistórica la analogía respecto al desenvolvimiento histórico del derecho, y que creemos tiene la ventaja de una más grande y verdadera semejanza psicológica. ¡La época primitiva! Fue un tiempo respecto del que reina la moda de adornarle con todas las más bellas cualidades : se hace de él una edad que no conoció más que la verdad, la franqueza, la fidelidad, la sencillez y la fe religiosa. El derecho sería ciertamente desenvuelto en términos semejantes, sin tener necesidad de otra fuerza más que del poder de la persuasión legal: el puño no hubiera sido más necesario que la espada. Pero hoy es un hecho probado, que esta piadosa época, aún cuando haya tenido todas esas virtudes, no ha podido establecer su derecho más fácilmente que las generaciones posteriores. Estamos convencidos de que no ha formado el derecho, sino después de un trabajo más penoso todavía, que el de los otros períodos; estamos seguros de que principios del Derecho Romano tan sencillos como estos de que hemos hablado: el poder dado al propietario de reivindicar su cosa de todo poseedor, la facultad dada al acreedor de vender en servidumbre al deudor insolvente, no ha llegado a estar en vigor, sino después de un combate de los más encarnizados. Sea de esto lo que quiera, dejando el pasado al testimonio auténtico de la historia, nos basta esto, para poder decir que, el nacimiento del derecho es siempre como el del hombre, un doloroso y difícil alumbramiento.
¿Deberemos, pues, dolernos de que esto sea así? No ciertamente, porque esta circunstancia, en virtud de la que los pueblos no llegan al derecho sin penosos esfuerzos, sin trabajos innumerables, sin luchas continuas y hasta vertiendo su propia sangre, es precisamente la que hace nacer entre los pueblos y su derecho ese lazo interno, que al comienzo de la vida, en el nacimiento, se establece entre la madre y el hijo. Se puede decir de un derecho ganado sin esfuerzo, lo que se dice de los hijos de la cigüeña; un zorro o un buitre puede perfectamente robarles: pero ¿quién arrancará fácilmente al hijo de entre los brazos de su madre? ¿ Quién despojará a un pueblo de sus instituciones y de sus derechos alcanzados a costa de su sangre? Bien puede afirmarse que la energía y el amor con que un pueblo defiende sus leyes y sus derechos, están en relación proporcional con los esfuerzos y trabajos que les haya costado le alcanzarlos. No es solamente la costumbre quien da vida a los lazos que ligan a los pueblos con su derecho, sino que el sacrificio es quien los hace más duraderos, y cuando Dios quiere la prosperidad de un pueblo, no se la da por caminos fáciles, sino que le hace ir por los caminos más difíciles y penosos.
En este sentido no vacilamos en afirmar que la lucha que exige el derecho para hacerse práctico, no es un castigo, es una bendición.
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