martes, 13 de febrero de 2018

Capítulo IV: La lucha por el derecho en la esfera social - La lucha por el derecho - Rudolf Von Ihering

Intentaremos probar ahora que la defensa del derecho es un deber que tenemos para con la sociedad. 

Para hacerlo, debemos ante todo mostrar la relación que existe entre el derecho objetivo y el subjetivo. ¿ Cuál será, pues? A nuestro modo de ver, es el reverso de lo que dice la teoría hoy más admitida al afirmar que el primero supone el segundo. Un derecho concreto, no puede nacer más que de la reunión de las condiciones que el principio del derecho abstracto aporta a su existencia. He ahí todo lo que nos dice la teoría dominante de sus relaciones; como se ve, no es más que un lado de la cuestión. Tal teoría hace exclusivamente resaltar la dependencia del derecho concreto con relación al derecho abstracto, y no dice absolutamente nada de la relación que existe también en sentido inverso. El derecho concreto da al derecho abstracto la vida y la fuerza que recibe; y como está en la naturaleza del derecho que se realiza prácticamente, un principio legal que nunca ha estado en vigor, o que ha perdido su fuerza, no merece tal nombre, es una rueda usada que para nada sirve en el mecanismo del derecho, y que se puede destruir sin cambiar en nada la marcha general. Esta verdad se aplica sin restricción a todas las partes del derecho, al derecho público, al derecho privado y al derecho criminal. La legislación romana ha sancionado explícitamente esta doctrina, haciendo del desuetudo una causa para la abrogación de las leyes: la pérdida de derechos concretos por el no uso prolongado ( non-usus) significa exactamente lo mismo.
Pero en tanto que la realización práctica del derecho público y del penal está asegurada porque está impuesta como un deber a los funcionarios públicos, la del derecho privado se presenta a los particulares bajo la forma de derecho, es decir, por completo abandonada su práctica a su libre iniciativa y a su propia actividad. El derecho no será letra muerta, y se realizará, en el primer caso, si las autoridades y los funcionarios del estado cumplen con su deber; en el segundo, si los individuos hacen valer sus derechos. Pero si por cualquiera circunstancia, sea por comodidad, por ignorancia o por pereza, estos últimos quedan largo tiempo inactivos, el principio legal perderá por el hecho mismo su valor. Las disposiciones del derecho privado, podemos, pues, decir, no existen en realidad y no tienen fuerza práctica más que en la medida en que se hace valer los derechos concretos, y si es cierto deben la existencia a la ley, no lo es menos que por otra parte, ellos se la dan a su vez. La relación que existe entre el derecho objetivo y el subjetivo, o abstracto y concreto, se asemeja a la circulación de la sangre que parte del corazón y vuelve a él. 

La cuestión de la existencia de todos los principios del derecho público descansa sobre la fidelidad de los empleados en el cumplimiento de sus deberes; la de los del derecho privado, sobre la eficacia de estos motivos que llevan al lesionado a defender su derecho, el interés y el sentimiento. Si estos móviles no bastan, si el sentimiento se extingue, si el interés no es bastante poderoso para sobreponerse al amor de la comodidad, vencer a la aversión contra la disputa y la lucha y dominar el miedo de un proceso, será lo mismo que si el principio legal no estuviese en vigor. 

Pero ¿ qué importa?, se dirá: ¿ El lesionado no es sólo la causa? El recogerá los malos frutos. Recuérdese el ejemplo de un individuo que huye del combate. Si mil soldados están en línea, puede perfectamente suceder que no se note la falta de uno solo; pero si ciento de ellos abandonan su bandera, la posición de los que quedan fieles será más crítica, porque todo el peso de la lucha caerá sobre ellos. Esta imagen nos parece que reproduce bien el estado de la cuestión. Se trata, en el terreno del derecho privado, de una lucha del derecho contra la injusticia, de un combate común de toda la Nación., en el cual todos deben estar estrechamente unidos; desertar en semejante caso, es también vender la causa común, porque es engrosar las fuerzas del enemigo, aumentando su osadía y audacia. Cuando la arbitrariedad, la ilegalidad, osan levantar, afrentosa e impúdicamente, su cabeza, se puede siempre reconocer en este signo, que los que están llamados a defender la ley no cumplen con su deber. Luego cada uno está encargado en su posición de defenderla cuando se trate del derecho privado, porque todo hombre está encargado, dentro de su esfera, de guardar y de hacer ejecutar las disposiciones legales. El derecho concreto que él posee no es más que una autorización que tiene del Estado para combatir por la ley en las ocasiones que le interesan, y de entrar en la lid para resistir a la injusticia; es una autorización especial y limitada, al contrario de la del funcionario público, que es absoluta y general. El hombre lucha, pues, por el derecho todo, defendiendo su derecho personal en el pequeño espacio en que lo ejerce. El interés y las demás consecuencias de su acción se extienden por el hecho mismo, más allá, fuera de su personalidad. La ventaja general que de ello resulta, no es solamente el interés ideal de que la autoridad y la majestad de la ley sean protegidas, sino que es un beneficio real, perfectamente práctico, comprendido y apreciado por todos, como que defiende y asegura el orden establecido en las relaciones sociales. Supongamos que el amo no reprende más a sus criados por el mal cumplimiento de sus deberes, que el acreedor no pretende molestar a sus deudores, que el público no tiene en las compras y ventas una minuciosa vigilancia de los pesos y medidas: ¿acaso será sola la autoridad de la ley la dañada? Esto equivaldría a sacrificar en tal sentido el orden de la vida civil, y es difícil calcular cuáles serían las funestas consecuencias de estos deplorables hechos. El crédito, por ejemplo, sería lesionado de una manera muy sensible. Todos haríamos lo posible por no tener negocios con aquellas gentes que nos obligasen a discutir y a luchar cuando el derecho es evidente; libraríamos nuestros capitales sobre otras plazas y sacaríamos las mercancías de tales sitios. 

Cuando existe un estado de cosas semejante, la suerte de los que tienen el valor de hacer observar la ley es un verdadero martirio; su sentimiento, firme y enérgico del derecho, labra ciertamente su desgracia. Abandonados de todos aquellos que debieran ser sus naturales aliados, quedan completamente solos en presencia de la arbitrariedad que la apatía y falta de valor de los demás convierten en más audaz y osada, y si se niegan, en fin, a comprar al precio de grandes sacrificios la satisfacción de permanecer fieles a su modo de obrar y de pensar, no recogen acaso más que las burlas y el ridículo. No son los que cometen transgresión legal, los que principalmente asumen la responsabilidad en semejantes casos, sino los que no tienen el valor de defenderla. No acusamos a la injusticia de suplantar el derecho, sino a éste que la deja obrar, porque si llegase el caso de clasificar, según la importancia, estas dos máximas: “ no cometas una injusticia” y “ no sufras alguna”, se debiera dar como primera regla, “ no sufras ninguna injusticia”, y como segunda “ no cometas ninguna”. Si tomamos al hombre tal cual es, no hay duda de que la certidumbre de encontrar una resistencia firme y resuelta, será medio mejor para hacer que no cometa una injusticia, que una simple defensa, donde toda la fuerza práctica no es, en realidad, más que la de un precepto de la ley moral. 

¿ Se dirá ahora que vamos demasiado lejos pretendiendo que la defensa de un derecho concreto no es solamente un deber del individuo que es lesionado para consigo mismo, sino que también es un deber para con la sociedad? Si lo que hemos dicho es verdad, si queda sentado que defendiendo el individuo su derecho defiende la ley, y en la ley el orden establecido como indispensable para el bien público, ¿ quien osará sostener que no cumple a un mismo tiempo un deber para con la sociedad? Si el Estado tiene el derecho de llamarle a luchar contra el extranjero, si puede obligarle a sacrificarse y a dar su vida por la salud pública, ¿por qué no ha de tener el mismo derecho de llamarle a la lucha cuando es atacado por el enemigo interior, que no amenaza menos su existencia que los otros? Si la cobarde huída es en el primer caso una traición a la causa común, ¿ se podrá decir que no es lo mismo en el segundo? No, no basta para que el derecho y la justicia florezcan en un país, que el juez esté dispuesto siempre a ceñir la toga, y que la policía esté dispuesta a desplegar sus agentes; es preciso aún que cada uno contribuya por su parte a esta grande obra, porque todo hombre tiene el deber de pisotear, cuando llega la ocasión, la cabeza de esa víbora que se llama arbitrariedad y la ilegalidad. 

Inútil es hacer resaltar cuanto ennoblece desde este punto de vista, la obligación en que cada uno se encuentra de hacer valer su derecho. La teoría actual no nos habla más que de una actitud exclusivamente pasiva en relación con la ley, y nuestra doctrina presenta a la vez un estado de reciprocidad en el cual el combatiente rinde a la ley el servicio que de ella recibe, reconociéndole así la misión de cooperar a una grande obra nacional. Poco importa, por lo demás, que la cuestión aparezca bajo este aspecto o bajo el otro, porque lo que hay de grande y elevado en la ley moral, es precisamente que no solo cuenta con los servicios de los que la comprenden, sino que posee bastante medios de toda naturaleza para hacer obrar a los que no tienen inteligencia de sus preceptos. Así que, para obligar al hombre al matrimonio, hace obrar en unos el más noble de los sentimientos del hombre, en otros la grosera pasión de los sentidos pone en movimiento el amor, los goces en un tercero y, en fin, la avaricia en otros; peor cualquiera que el medio sea, todos tienden al lazo conyugal. Esto sucede también en la lucha por el derecho; sea el interés o el dolor que causa la lesión legal, o la idea del derecho, quien impulsa a los hombres a entra en la lid, todos se dan la mano para trabajar en una obra común: la protección del derecho contra la arbitrariedad. 

Hemos alcanzado el punto ideal de nuestra lucha por el derecho. Partiendo del bajo motivo del interés, nos hemos elevado al punto de vista de la defensa moral de la persona, para llegar por último a ese común trabajo de donde debe salir la realización de la idea del derecho. 

¡Qué alta importancia no toma la lucha del individuo por su derecho, cuando se dice: el derecho todo, que ha sido lesionado y negado en mi derecho personal, es el que voy a defender y restablecer! ¡Cuán lejos está de es altura ideal donde lo eleva semejante pensamiento, esa baja región del puro individualismo, de los intereses personales, de los deseos egoístas y de las pasiones que un hombre poco cultivado toma como el verdadero dominio del derecho! 

Pero he ahí, se dirá, una idea tan elevada que sólo la filosofía del derecho puede abarcar; que no es de aplicación práctica, porque ninguno intenta un litigio por sólo la idea del derecho. Nos bastaría para refutar esa objeción, recordar la institución de las acciones populares (4) en Derecho Romano, que son una prueba evidente en contrario; pero no haríamos justicia a nuestro pueblo, ni nos la haríamos a nosotros mismos, si nos negásemos ese sentimiento ideal. Todo hombre que se indigna y experimenta profunda cólera viendo el derecho supeditado por la arbitrariedad, lo posee sin duda alguna. Por más que un motivo egoísta se mezcle al sentimiento penoso que provoca una lesión personal, ese dolor, al contrario, tiene su exclusiva y única causa en el poder de la idea moral sobre el corazón humano. Esta energía de la naturaleza moral que protesta contra el atentado dirigido al derecho, es el testimonio más bello y el más elevado que del sentimiento legal puede darse, es un fenómeno moral tan interesante e instructivo para el estudio del filósofo, como para la imaginación del poeta. No hay, que sepamos, afección alguna que pueda operar tan súbitamente en el hombre una transformación tan radical, porque está probado que tiene el poder de elevar a los que por naturaleza son dulces y apacibles, a un estado de pasión que les es completamente extraño, lo cual prueba que atañe a la parte más noble de su ser, y es de las fibras más sensibles de su corazón. Es como el fenómeno del huracán en el mundo moral. Grande y majestuoso en sus formas por la rapidez, por lo imprevisto y la potencia de su explosión, por el poder de esta fuerza moral que parece como el desencadenamiento de todos los elementos que furiosos arrollan cuanto se pone ante su paso, para venir luego la calma bienhechora y producir en el individuo, como en todos, una purificación moral del aire que el alma respira. Pero si la fuerza limitada del individuo va a estrellarse contra las instituciones que dispensan a la arbitrariedad una protección que niegan al derecho, es evidente que el huracán descargará sus iras sobre el autor, y entonces una de dos: o bien su sentimiento legal herido cometerá uno de esos crímenes, de los que luego hablaremos, o bien nos ofrecerá el espectáculo, no menos trágico, de un hombre que, llevando constantemente en su corazón el aguijón de la injusticia, contra la cual es impotente, llegará a perder poco a poco el sentimiento de la vida moral y toda la creencia en el derecho. 

Bien sabemos que ese sentimiento ideal del derecho que posee el hombre, por el que un ataque o una lesión de la idea legal, le es más sensible que un atentado contra su persona, y por el que se sacrifica sin interés ninguno a la defensa del derecho oprimido, como si se tratase del suyo propio, es el privilegio de naturalezas escogidas. El hombre positivo, realista, despojado de toda aspiración ideal, que no ve en la injusticia más que el daño hecho a su propio interés, comprende, no obstante, perfectamente esa relación que he establecido entre el derecho concreto y la ley, y que puede resumirse diciendo: Mi derecho es todo el derecho; defendiéndolo, defiendo todo el derecho que ha sido lesionado al ser lesionado el mío. Puede parecer esto paradójico, y es por lo tanto muy justo afirmar esta manera de ver opuesta a las creencias de los legistas. La ley, según la idea que nos hacemos de ella, no es nada absolutamente en la lucha por el derecho, y no se trata en esta lucha de la ley abstracta, sino de su forma material, de un daguerreotipo cualquiera, al cual aquélla no hace más que ajustarse, sin que sea posible herirla inmediatamente en sí misma. No desconocemos la necesidad técnica de esta manera de ver; pero eso no debe impedirnos reconocer la justicia de la opinión opuesta, que colocando la ley y el derecho en una misma línea, ve como consecuencia de una lesión del segundo un ataque hecho a la primera. Esta opinión, quizá para algún espíritu desprevenido, será mucho más exacta que nuestra teoría jurídica. La mejor prueba de lo que afirmamos es la expresión misma de que se sirve en alemán y que se empleaba en latín; el demandante “ apela entre nosotros a la ley”, y los romanos llamaban a la acusación legis a etio. Es, pues, en los dos casos la ley la que está en cuestión, la que va a ser discutida en un caso particular, y este punto de vista es de la más alta importancia, especialmente para la inteligencia de los procesos en el derecho antiguo de los romanos. La lucha por el derecho es, pues, a un mismo tiempo una lucha por la ley; no se trata solamente de un interés personal, de un hecho aislado, en que la ley toma cuerpo de daguerreotipo, como antes decimos, en el que se fije al paso de uno de sus rayos luminosos, que se puede dividir y partir sin herirla a ella misma, sino que se trata de la ley que se ha menospreciado y hollado, y que debe ser defendida so pena de cambiarla en una frase vacía de sentido. El derecho personal no puede ser sacrificado sin que la ley lo sea igualmente. 

Esta manera de ver, que llamaremos en dos palabras la solidaridad de la ley y el derecho concreto, es, como hemos sentado anteriormente, la expresión real de su relación en lo más íntimo de su naturaleza, y que no está tan profundamente escondida, pues hasta el egoísta incapaz de toda idea superior quizá la comprenda como nadie en algún caso, porque su interés es asociar el Estado a la lucha; he ahí un medio por el que, sin saberlo ni quererlo, contra su derecho y contra él mismo, se eleva hasta la altura ideal donde se siente representando la ley. La verdad es siempre verdad, aún contra el individuo que no la reconoce y que no la defiende más que en el estrecho punto de vista de su interés personal. Es el espíritu de venganza y el odio que impulsan a Shylok a pedir al tribunal la autorización de cortar su libra de carne de las entrañas de Antonio; pero las palabras que el poeta pone en sus labios son tan verdad en ellos como en cualquiera otros; es el lenguaje que el sentimiento del derecho lesionado hablará siempre; es la potencia de esa persuasión inquebrantable de que el derecho debe ser siempre derecho; es el entusiasmo de un hombre que tiene conciencia de que no lucha sólo por su persona, sino también por una idea. 

La libra de carne que yo reclamo, Le hace decir a Shakespeare
La he pagado largamente, es mía y yo la quiero.
¿Qué es vuestra justicia si me la negaís?
El derecho de Venecia no tendrá fuerza alguna.
...Esa es la ley que yo represento.
...Yo me apoyo en mi título. 

El poeta, en estas cuatro palabras “ yo represento a la ley”, ha determinado la verdadera relación del derecho desde el punto de vista objetivo y subjetivo, y la significación de la lucha para su defensa, mejor que pudiera hacerlo cualquier filósofo. Esas palabras cambian por completo la pretensión de Shylok en una cuestión tal, en que el objeto en cuestión es el mismo derecho de Venecia.¡Qué actitud más vigorosa no toma este hombre en su debilidad cuando pronuncia esas palabras! No es el judío que reclama su libra de carne, sino que es la misma ley veneciana quien llega hasta la barra de justicia, porque su derecho y el derecho de Venecia son uno mismo; el primero no puede perecer sin perecer el segundo; si, pues, sucumbe al fin bajo el peso de la sentencia del juez que desconoce su derecho por una burla extraña(5); si lo vemos herido por el dolor más amargo, cubierto por el ridículo y completamente abatido alejarse vacilante, podemos entonces afirmarnos en ese sentimiento de que el derecho de Venecia está humillado en su persona, que no es el judío Shylok quien se aleja consternado, sino un hombre que representa al desgraciado judío de la Edad media, ese paria de la sociedad que en vano grita:¡Justicia! Esta opresión del derecho de que él es víctima, no es todavía el lado más trágico ni más conmovedor de su suerte; lo que hay de más horrible es que ese hombre, que ese infeliz judío de la Edad media cree en el derecho, puede decirse, lo mismo que un cristiano. Su fe es tan inquebrantable y firme como una roca; nada la conmueve; el juez mismo la alimenta hasta el momento en que resuelve la catástrofe y es aplastado como por un rayo; entonces contempla su error y ve que sólo es un mísero judío de la Edad Media, a quien se niega justicia engañándole. 

Esta figura de Shylok nos recuerda otra que no es menos histórica ni menos interesante y poética: la de Miguel Kohlhaas, que en la novela de este nombre ha presentado Enrique Kleist con tanto acierto. Shylok se retira completamente herido por el dolor, sus fuerzas se extinguen y no lucha más; sufre sin resistir los resultados del juicio. Pero con Miguel Kohlhaas sucede otra cosa. Cuando ha puesto todos los medios para hacer valer su derecho, tan indignamente menospreciado; cuando un acto injusto ejercido por el gabinete del príncipe le ha cerrado todo camino legal y ve que hasta la autoridad en su más alto representante, el soberano, hace causa común con la injusticia, el dolor indecible que le causa semejante ultraje le arrebata y le subleva.” Más vale ser perro que ser hombre y verse pisoteado”, grita; y al instante toma una suprema resolución. “ El que me niega la protección de las leyes-añade-me destierra entre los salvajes del desierto y pone en mis manos la maza con que debo defenderme”. Arranca a esa justicia venal el mancillado poder que lleva, y la ataca de tal modo, que el espanto y el miedo se esparcen por el país; su acción es tal, que ese Estado podrido se conmueve hasta en sus más hondas bases y el príncipe tiembla en su trono. No es el sentimiento salvaje de la venganza quien le anima; no se hace bandolero y asesino como Carlos Moor, que quería “hacer sonar en toda la naturaleza el grito de revolución, para conducir a la lucha contra la raza de las hienas el aire, la tierra y el mar”, y que declaraba la guerra a toda la humanidad porque ha sido violado su derecho; no, él obra al contrario bajo la influencia de esta idea moral: “ que tiene para con el mundo el deber de consagrar todas sus fuerzas a fin de alcanzar satisfacción y poner a sus conciudadanos al abrigo de semejantes injusticias”. Esta es la idea a la cual lo sacrifica todo: el bienestar de su familia, el honor de su nombre, todos sus bienes, su sangre y su vida; no destruye por destruir, tiene un fin: el de vengarse del culpable y de todos los que hacen con él causa común. Cuando ve dibujarse la esperanza de poder obtener justicia depone voluntariamente sus armas; pero como él había sido elegido para mostrar hasta que punto la ignominia, la ilegalidad y la bajeza de carácter llegan a rebajarse en esta época, vemos que se falta a la promesa que se le había hecho, se viola el salvoconducto que se le había provisto y termina su vida en el sitio donde ejecutaban a los culpables. No obstante, habiendo de morir se le rinde justicia, y este pensamiento de no haber combatido en vano, el haber mantenido la humana dignidad, sosteniendo lo justo, eleva su corazón sobre los horrores de la muerte; reconciliado de este modo consigo mismo, con el mundo y con Dios, se entrega resueltamente y de buen grado al verdugo. 

¡ Qué reflexiones no debe sugerirnos este drama legal! He aquí a un hombre honrado escrupulosamente amigo del derecho, lleno de amor por su familia, y de sentimiento religioso, que de una manera súbita se convierte en un Atila, que siembra el luto y la desolación en todos los pueblos por donde pasa. ¿De dónde nace esta transformación? Nace precisamente de esas cualidades de las que se origina, por decirlo así, esa grandeza moral que le hace superior a todos sus enemigos; viene de ese alto respeto hacia el derecho, de la creencia en su santidad, de la fuerza de acción que posee su sentimiento moral, que es completamente justo y sano. Lo que hay de profundamente conmovedor en la trágica suerte de ese hombre es que las cualidades que constituyen y distinguen lo noble de su naturaleza, es decir, ese sentimiento ardiente e ideal del derecho, ese sacrificio heroico en defensa de una idea, en contacto con el mundo miserable de entonces, donde la arrogancia de los Grandes no tenía igual más que en venalidad y cobardía de los jueces, se vuelven precisamente en contra de éstos. Los crímenes que ha cometido recaen con doble o triple peso sobre el príncipe, sus funcionarios y sus jueces que le han lanzado de la vía legal a la de la ilegalidad. Cualquiera que sea la injusticia que nosotros hayamos de sufrir, por violenta que sea, no hay para el hombre alguna que pueda ser comparada a la que comete la autoridad por Dios establecida cuando viola la ley. El asesinato judicial, como lo llama perfectamente nuestra lengua alemana, es el verdadero pecado mortal del derecho. El que estando encargado de la administración de justicia se hace asesino, es como el médico que envenena al enfermo, como el tutor que hace perecer a su pupilo. El juez que se dejaba corromper era en los primeros tiempos de Roma castigado con la pena de muerte. No hay para la autoridad judicial que ha violado el derecho acusador más terrible que la figura sombría y continuamente amenazadora del hombre al que una lesión del sentimiento legal ha hecho criminal; es su propia sombra bajo rasgos bien sangrientos. El que ha sido víctima de una injusticia corrompida y parcial, se encuentra violentamente lanzado fuera de la vía legal, se hace vengador y ejecutor de su derecho, y no es raro que, lanzado por la pendiente, fuera de su fin directo, se declare enemigo de la sociedad, bandolero y homicida. Si su naturaleza es noble y moral, como la de Miguel Kohlaas, podrá sobreponerse a esas tendencias, pero llegará a ser criminal, y en sufriendo la pena correspondiente a su falta, mártir de su sentimiento del derecho. Se dice que la sangre de los mártires no corre en vano, y aquí puede ser esto una gran verdad; es posible que su sombra suplicante subsista largo tiempo, porque una opresión del derecho semejante a la que él había sido víctima, queda harto impresa para ser olvidada. 

Hemos querido, invocando esta sombra, mostrar con un patente ejemplo hasta dónde puede llegarse, si el sentimiento del derecho es enérgico o ideal, cuando la imperfección de las instituciones legales le niegan una satisfacción legítima. La lucha por la ley se trueca en un combate contra ella. El sentimiento del derecho abandonado por el poder que debía protegerlo, libre y dueño de sí mismo, busca los medios para obtener la satisfacción que la imprudencia, la mala voluntad y la impotencia le niegan. No son solamente las naturalezas aisladas, especialmente llenas de vida y llevadas por naturaleza a la violencia, en las que el sentimiento nacional del derecho, si cabe la frase, se eleva y protesta contra semejantes instituciones legales; esas acusaciones y protestas se reproducen a veces por el pueblo entero en ciertos hechos que según su fin o la manera como el pueblo mismo o una clase determinada los considera o aplica, pueden ser tenidos como simplemente accesorios, que la nación aporta a las instituciones del Estado: tales eran en la Edad media, entre otros, los carteles de desafío, que prueban la impotencia o la parcialidad de los tribunales correccionales de entonces y la debilidad de la potencia pública. En nuestros días, la existencia del duelo nos atestigua bajo una forma sensible, que las penas con que el Estado castiga un ataque al honor, no satisfacen el sentimiento delicado de ciertas clases de la sociedad. Eso significa todavía la venganza del Corso, y esa justicia popular aplicada en la América del Norte que se llama ley de Lynch. Todo anuncia muy claramente que las instituciones legales no están en armonía con el sentimiento legal del pueblo o de una clase; y es esto en todos los casos lo que obliga al Estado a reconocerlas como necesarias, o al menos sufrirlas. Cuando la ley las ha proscrito sin poder llegar a hacerlas desaparecer de hecho, pueden dar origen a un grave conflicto para el individuo. El Corso que prefiere obedecer a la ley antes que recurrir a la venganza, es despreciado por los suyos, y al contrario, accediendo a la influencia nacional, está expuesto a caer bajo el brazo de la justicia. Esto sucede en nuestro duelo; el que lo rehusa cuando el deber se lo impone, es despreciado; el que lo acepta recibe el castigo de la ley, y en este caso la posición es igualmente penosa para el individuo como para el juez. Sería vano empeño el tratar de descubrir hechos análogos en la historia primitiva de Roma; las instituciones del Estado estaban entonces en armonía completa con el sentimiento nacional. Los hay desde cuando apareció el cristianismo y los cristianos se alejaron de los tribunales seculares para llevar su causa ante el obispo, lo mismo hicieron los judíos de la Edad Media, que huían de los arbitrajes católicos, apelando al arbitraje de sus rabinos. 

No hemos de decir más de la lucha del individuo por su derecho; lo hemos estudiado en la graduación de sus motivos, considerándolos primeramente como un puro cálculo de interés; elevándonos luego de ese grado al de esta consideración ideal: la conservación de la personalidad, la defensa de las condiciones de existencia moral, para llegar al fin, a ese punto de vista que es la cima más elevada y de donde una falta puede precipitar el hombre que ha sido lesionado en el abismo de la ilegalidad; tal es la realización de la idea del derecho. 

El interés de esta lucha, lejos de reducirse al derecho privado o a la vida privada, se extiende, por el contrario, mucho más allá. Una Nación no es, en ultimo término, más que el conjunto de individuos que la componen; ella siente, piensa y obra como sus miembros aislados sienten, obran y piensan. Si el sentimiento del derecho en los individuos está enervado, es cobarde y apático cuando se trata del derecho privado; si las trabas que oponen las leyes injustas o las malas instituciones, no le permiten moverse y desenvolverse libremente con toda su fuerza; si es perseguido cuando debiera ser protegido y considerado; si en su virtud se acostumbra a sufrir la injusticia, a considerarla como un estado de cosas que no es posible cambiar,¿quién podrá creer que un hombre, en el que tan empequeñecido, menguado y apagado se encuentra el sentimiento legal haya de despertar tan súbito, sentir tan violentamente y obrar con energía cuando ocurra una lesión legal que no hiera al individuo, sino a todo el pueblo; cuando se trate de un atentado a su libertad política, de mancillar o trocar su Constitución o de un ataque extranjero¿ ¿Cómo esperar del hombre que, renunciando a su derecho por sus goces, no ha visto el daño moral hecho en su persona y en su honor, del que no ha conocido hasta entonces en el derecho otra medida que la de su interés material, que tenga otro modo de juzgar cuando se trate del derecho y del honor de la Nación? ¿De dónde ha de emanar espontáneamente ese sentimiento legal hasta entonces desmentido? ¡No, eso no puede ser! Los que defienden el derecho privado son los únicos que pueden luchar por el derecho público y por el derecho de gentes; los que desplegarán en esa lucha las cualidades tan probadas en la otra, y esas cualidades decidirán la cuestión. Puede, pues, afirmarse que en el derecho público y en el de gentes vienen a recogerse los frutos cuya semilla se ha sembrado y cultivado por la Nación en el derecho privado. En las profundidades de ese derecho, en los más pequeños detalles de la vida, es donde debe formarse lentamente la fuerza que atesora ese capital moral que el Estado necesita para realizar su fin. La verdadera escuela de la educación política no es para un pueblo el derecho público, sino el derecho privado; y si se quiere saber como una Nación defenderá en un caso dado sus derechos políticos y su rango internacional, basta saber cómo el individuo defiende su derecho personal en la vida privada. No podemos olvidar lo que hemos dicho del inglés, siempre decidido a combatir; en el dinero que defiende este hombre con tanta tenacidad está la historia del desenvolvimiento político de Inglaterra. Nadie intentará arrancar a un pueblo, en el que cada uno tiene por costumbre defender valerosamente su derecho hasta en los más pequeños detalles, el bien que le es más precioso; así, no es por azar por lo que el pueblo de la antigüedad, tuvo en el interior el más alto desenvolvimiento político, tuvo también el más grande desenvolvimiento de fuerzas al exterior, pues el pueblo romano poseía a la par el derecho privado más perfecto. El derecho es el ideal ( por más que se crea esto una paradoja), no el ideal fantástico, sino el del carácter: es decir, el del hombre que se reconoce como siendo su propio fin y que estima poco todo lo que existe cuando es lesionado en ese dominio íntimo y sagrado.¿ Qué importa, por otra parte, de dónde viene el ataque hecho contra su derecho? Que venga de un individuo, de su Gobierno o de un pueblo extranjero, es lo mismo; no es, en efecto, la personalidad del agresor quien ha de decidir sobre la resistencia que debe hacer, sino la energía de su sentimiento legal y la fuerza moral que despliega por su conservación personal. Será, pues, siempre cierta la afirmación de que la fuerza moral de un pueblo determina el grado de su posición política tanto en el interior como en el exterior. El Imperio chino con su bambú, que sirve de azote para los adultos, y sus cientos de millones de habitantes, no gozará, a los ojos de las Naciones extranjeras, del honor, ni ocupará el lugar que la pequeña República de Suiza en el concierto de los pueblos. El modo de ser de los suizos no es meramente artístico, de poesía e ideal; es positivo y práctico, como el de los romanos, pero en el sentido que yo tomo esta palabra; puede, hablándose de su derecho, decirse lo que hemos dicho de los ingleses. 

El hombre que tiene el sano sentimiento del derecho, minará la base sobre la que el sentimiento se apoya si sólo se contenta con defenderse y no contribuye a la conservación del derecho y del orden; sabe que, combatiendo por su derecho, defiende el derecho en totalidad; pero sabe, además, que, defendiendo el derecho en general, lucha por su derecho personal. Cuando esta manera de ver; cuando ese sentimiento profundo por la estricta legalidad reina en un punto dado, se tratará en vano de descubrir esos fenómenos aflictivos que se presentan en otros puntos tan a menudo. Así es como el pueblo no se pondrá de parte del criminal o transgresor de la ley a quien la autoridad de perseguir, o, en mejores términos, no se verá en los Poderes públicos el enemigo nato de los pueblos; cada cual se hace cargo de que la causa del derecho es su propia causa, y sólo el criminal será quien con el criminal simpatice; el hombre honrado, por el contrario, ayudará con mano fuerte a la policía y a las autoridades en sus pesquisas. 

Debemos sacar la consecuencia de todo lo que hemos dicho. Puede resumirse en una sola frase: No existe para un estado que quiere ser considerado como fuerte e inquebrantable en el exterior, bien más digno de conservación y de estima que el sentimiento de derecho en la Nación. Este es uno de los deberes más elevados y más importantes de la Pedagogía política. El buen estado y la energía del sentimiento legal del individuo constituyen la fuente más fecunda del Poder y la garantía más segura de la existencia de un país, tanto en su vida exterior como en la interior. El sentimiento del derecho es lo que la raíz en el árbol: si la raíz se daña, si se alimenta en la árida arena o se extiende por entre rocas, el árbol será raquítico, sus frutos ilusorios, bastará un pequeño huracán para hacerlo rodar por el suelo; más lo que se ve es la copa y el tronco, mientras que la raíz se esconde a las miradas del observador frívolo bajo tierra; y ahí, adonde muchos políticos no creen digno descender: es donde obra la influencia destructora de leyes viciadas e injustas y donde las malas añejas instituciones de derecho ejercen influencias sobre la fuerza moral del pueblo. Los que se contentan con considerar las cosas superficialmente y no quieren ver más que la belleza de la cima, no pueden tener la menor idea del veneno que desde la raíz sube a la copa. Por eso el despotismo sabe bien adónde ha de dirigir su mortífera hacha para derribar el árbol; antes de cortar la copa procura destruir la raíz; dirigiendo así sus certeros tiros contra el derecho privado, desconociendo y atropellando el derecho del individuo, es como todo despotismo ha comenzado, y, cuando se ha dado fin a esta obra, el árbol cae seco y sin savia; he ahí por qué debe tratarse siempre en esa esfera de oponer gran resistencia a la injusticia; los romanos obraban sabiamente cuando por una falta contra el honor o el pudor de una mujer acababan de una vez con la monarquía y más tarde con el decenvirato. Destruir en el campesinado la libertad personal acrecentando sus impuestos y gabelas; colocar al habitante de las ciudades bajo la tutela de la policía, no permitiéndole hacer un viaje sino obligándole a presentar a cada paso su pasaporte; encadenar el pensamiento del escritor por medio de leyes injustas; repartir los impuestos según capricho y obedeciendo al favoritismo y a la influencia, son principios tales, que un Maquiavelo no podría inventarlos mejores para matar en un pueblo todo sentimiento civil, toda fuerza, y asegurar al despotismo una tranquila conquista. Es preciso considerar que la puerta por donde entran el despotismo y la arbitrariedad sirve también para favorecer las irrupciones del enemigo exterior; por eso, en último extremo, quizá demasiado tarde, todos los sabios reconocen que el medio más vigoroso para proteger a la Nación contra una invasión extranjera es la fuerza moral unida al sentimiento del derecho despertado en el pueblo. En la época feudal, en que el campesino y el habitante de las ciudades estaba sometido a la arbitrariedad y al absolutismo de los señores, fue cuando el Imperio alemán perdió la Alsacia y la Lorena; ¿cómo esas provincias habían de expresar su sentimiento por el Imperio si no lo tenían por ellas mismas?

Nosotros solamente somos los culpables; si nos aprovechamos demasiado tarde de las lecciones de la historia, nada tiene que ver ella con que no las comprendamos a tiempo, pues nos las da continuamente para que podamos aprovecharlas. La fuerza de un pueblo, responde a la de su sentimiento del derecho; es, pues, velar por la seguridad y la fuerza del estado el cultivar el sentimiento legal de la Nación, y no sólo en lo que se refiere a la escuela y a la enseñanza, sino también en lo que toca a la aplicación práctica de la justicia en todas las situaciones y momentos de la vida. No basta, por lo tanto, ocuparse del mecanismo exterior del derecho, porque puede estar de tal modo organizado y dirigido, que reine el orden más perfecto, y que el principio que nosotros consideramos como el más elevado deber, sea completamente despreciado. La servidumbre, el derecho de protección que pagaba el judío y tantos otros principios e instituciones de pasadas épocas, eran a veces conformes a la ley y al orden, es verdad; sin embargo, no lo es menos que esas añejas instituciones están en profunda contradicción con las exigencias de un sentimiento legal digno y levantado, y que dañaba acaso más al mismo estado que al campesino, al habitante de las villas y al judío, sobre quien recaía el peso de la injusticia. Determinando de una manera clara y precisa el derecho positivo; descartando de todas las esferas del derecho, no solamente del civil, sino también de las leyes de policía y de la legislación administrativa y financiera, todo lo que puede chocar con el sentimiento del derecho sano y digno del hombre; proclamando la independencia de los tribunales y reformando el procedimiento, se llegará seguramente a acrecentar la fuerza del Estado, mucho mejor que votando el más alto presupuesto militar.

Toda disposición arbitraria o injusta, emanada del poder público, es un atentado contra el sentimiento legal de la Nación, y por consecuencia contra su misma fuerza. Es un pecado contra la idea del derecho que recae sobre el Estado, el cual suele pagarlo con exceso, con usura, y hasta puede haber tal juego de circunstancias que llegue a costarle la pérdida de una provincia; tanto es así, que debe estar obligado el Estado a no colocarse ni por razón de circunstancias, al abrigo de tales errores, pues nosotros creemos, por el contrario, que el más sagrado deber del estado es cuidar y trabajar por la realización de esta idea, por la idea misma. Más puede haber ahí una ilusión de doctrinario y no vituperaríamos al hombre de Estado práctico que responda ante semejante cuestión encogiéndose de hombros. He ahí también, por otra parte, porque hemos exagerado el lado práctico de la cuestión, por qué la idea del derecho y la del interés del Estado se dan aquí la mano. No hay sentimiento legal, por firme y sano que sea, que pueda resistir la prolongada influencia de un derecho malo, porque se embota y debilita debido a que la esencia del derecho, como tantas veces hemos dicho, consiste en la acción. La libertad de acción es para el sentimiento legal lo que el aire para la llama; si la amenguáis o paralizáis, concluiréis con tal sentimiento.

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