Podríamos dar por terminada aquí nuestra tarea, pero seános permitido ocuparnos todavía con una cuestión que está íntimamente relacionada con la materia de que nos veníamos ocupando; es ésta el saber en que medida nuestro derecho actual, o mejor, nuestro derecho romano de hoy, tal cual se ha introducido en Alemania, y del que solamente nos atrevemos a tratar, responde a las condiciones que hemos desenvuelto aquí.
No dudamos en afirmar categóricamente que no responde en manera alguna, que está muy lejos de llenar las legítimas pretensiones de un hombre, en quien el sentimiento legal esté perfectamente sano. No solamente porque para muchos de los casos que en la práctica se presentan, no ha encontrado solución, sino porque reina en su conjunto una manera de ver completamente contraria a ese idealismo que hemos presentado más arriba, como constituyendo la naturaleza y el buen estado del sentimiento legal. Nuestro derecho civil no es el que nos muestra en una lesión, no sólo un ataque contra la propiedad, sino también contra la persona misma. No tiene para todas las violaciones del derecho, salvo el ataque al honor, otra medida que la del valor material; como que no es más que la expresión de un grosero y puro materialismo.
Pero, se dirá: ¿qué debe garantir el derecho al que ha sido lesionado en su propiedad, sino el objeto en litigio o en su valor? Admitiendo la justicia de esta objeción, preciso sería llegar a la conclusión de que no podría o no debía ser castigado el ladrón que hubiese restituído el objeto robado. Pero el ladrón, se dirá aún, no ataca solamente a la persona lesionada, sino también a las leyes del estado, al orden legal, a la ley moral y nosotros queremos que no se nos diga si no hace lo mismo el deudor que niega de mala fe el préstamo que se le ha hecho, el mandatario que abusa indignamente valiéndose de la confianza en él depositada:¿es reparar la lesión que se ha hecho a nuestro sentimiento legal el no devolvernos después de largos debates más que lo que desde un principio nos pertenecía? Pero aparte de ese deseo tan motivado de obtener satisfacción, ¿no es chocante el desequilibrio natural que existe entre las partes? El riego que les amenaza de salir mal en el proceso, consiste para el uno, en perder el bien que era suyo, y para el otro, en la devolución de un objeto que injustamente conservaba; en el caso contrario, el uno tendría la ventaja de no haber perdido nada, y el otro, la de haberse enriquecido a costa de su adversario. ¿No es esto provocar la más grande de las falsedades y acordar una prima a la deslealtad? No hacemos, en realidad, más que caracterizar nuestro derecho; más adelante tendremos ocasión de traer hechos en apoyo, pero creemos que ha de facilitar la prueba, el considerar primeramente el punto de vista desde el cual se miraba esta cuestión en el Derecho romano.
Distinguimos a este propósito los tres grados de su desenvolvimiento. El sentimiento del derecho es en el primer período de una violencia desmedida, y si vale la expresión, puede decirse que no ha llegado a dominarse( antiguo derecho); en el segundo, reina ostentando una gran fuerza de moderación( derecho intermedio); en el tercero, se debilita y enerva (fines del imperio y particularmente el derecho de Justiniano).
Resumiremos en pocas palabras el resultado de investigaciones que hicimos y publicamos en otra obra sobre la forma, bajo la cual aparece esta cuestión, en el primer grado de su desenvolvimiento. La irritabilidad del sentimiento del derecho era tal en esta época, que toda lesión, que todo ataque al derecho personal, se consideraba como una injusticia subjetiva, sin tomar en cuenta, ni en consideración, la inocencia o el grado de culpabilidad del agresor; así el querellante exigía por el hecho mismo de la ofensa, de aquel que era formalmente culpable, como del que lo era sólo materialmente, una satisfacción. El que negaba una deuda probada, evidente(nexum) y el que había causado un daño en la cosa de su adversario, pagaba si perdía, el doble; lo mismo el que en un juicio de reivindicación había ya recogido los frutos como si fuese propietario, si era condenado debía devolver el doble, y por haber perdido el litigio estaba todavía obligado a sacrificar la suma puesta ( sacramentum). El querellante o demandante que perdía, estaba sometido a la misma penalidad, porque había reclamado algo que no era suyo; si se excedía algo la evaluación de la suma que reclamaba en justicia, aún cuando fuese la deuda cierta, se le retiraba y anulaba la demanda.
Ha pasado al nuevo derecho algo de esas instituciones y de esos principios del antiguo, pero todo lo que es propio del derecho intermedio, respira distinto espíritu: puede ser caracterizado diciendo que es la aplicación y el empleo de una moderación grande, en todos los casos en que se trata de lesiones al derecho privado; se distingue rigurosamente la injusticia objetiva de la subjetiva; la primera sólo supone la restitución del objeto, la segunda entraña, además, un castigo que consiste, ya en la multa, ya en la marca de infamia, y esta aplicación proporcional de las penas, es precisamente uno de los pensamientos más sanos del Derecho Romano de este período. Los romanos tenían un sentimiento del derecho demasiado justo para permitir al depositario que tenía la perfidia de negar o de detentar injustamente el depósito al mandatario, y al tutor que había abusado de su posición de confianza para servir a sus intereses, o que abandonaba de propósito el cumplimiento de sus deberes, pudieran cubrir su responsabilidad con devolver la cosa llegado el caso, o pagar los daños y perjuicios; exigían, además, que el culpable fuese castigado, primeramente como satisfacción personal, y después como medio de intimidación. Entre las penas más usadas estaban la de infamia; pena gravísima, porque entrañaba no sólo la pérdida de los derechos del ciudadano, sino también la muerte política; se aplicaba principalmente cuando la lesión revestía el carácter de una deslealtad especial, y la pena pecuniaria, de la que se hacía un uso mucho más frecuente. Se había establecido todo un arsenal de tales medios de intimidación para el que intentaba un proceso con causa injusta. Estas penas consistían, primeramente, en fracciones del objeto en litigio, 1/10, 1/5, 1/3,1/2, elevándose luego hasta sumar varias veces su valor, y se perdía, en ciertos casos en que no era posible formar juicio de la obstinación del adversario, en el infinito; esto es, el que perdía debía de pagar todo lo que el adversario exigiese, bajo juramento, como satisfacción suficiente.
Había en particular dos formas de procedimiento. “ Los interdictos prohibitorios del pretor y las acciones arbitrarias”, que tenían por objeto colocar al acusado en la necesidad de desistir o aguardar a ser reconocido como culpable de haber violado la ley con deliberado propósito, y ser tratado como tal. Le obligaban cuando persistía en su resistencia o en su ataque, a no limitar su acción contra la autoridad de donde resultaba que no era el derecho del demandante de lo que se trataba, sino de la ley misma, que por medio de sus representantes se ponía como objeto de la cuestión.
El fin que se proponía aplicando tales penas no era otro que el que se quería alcanzar en materia criminal: de una parte, el fin puramente práctico de colocar los intereses de la vida privada al abrigo de esos atentados no comprendidos bajo el nombre de crímenes; de otra parte, el fin ideal de hacer solidario el honor y la autoridad de la ley, rindiendo satisfacción al sentimiento del derecho que había sido lesionado, y no solo en la persona que es directamente atacada, sino también en las de todos los que de ello tenían conocimiento. El dinero no era, pues, el fin que se tenía a la vista, sino un medio para llegar a él (6).
Esta manera de mirar la cuestión que el Derecho Romano intermedio tenía, es, a nuestro modo de ver, maravillosa. Alejándose por igual de dos extremos, del viejo derecho, que colocaba la injusticia objetiva en la misma línea que la subjetiva, y de nuestro derecho actual, que marchando en dirección contraria, ha rebajado ésta al nivel de aquélla, satisfacía por completo las legítimas pretensiones que pudiera tener el sentimiento del derecho más justo, porque no se contentaba con separar las dos especies de injusticias, sino que sabía discernir y reproducir con minuciosidad e inteligencia, la forma, el modo, la gravedad y todos los matices diversos de la injusticia subjetiva.
Al llegar al tercer período o grado de desenvolvimiento del Derecho Romano, tal cual ha sido fijado en las Institutas de Justiniano, no podemos menos de recordar y admirar la influencia e importancia del derecho de sucesión en la vida de los pueblos, como en la de los individuos.¿Qué sería del derecho de esta época si hubiera tenido que establecerse por sus propias fuerzas? Lo mismo que ciertos herederos que son incapaces de proporcionarse lo estrictamente necesario, viven a costa de las riquezas acumuladas por el testador, así también una generación decrépita y débil encuentra en el caudal intelectual acumulado por la edad vigorosa que le ha precedido, con que subsistir largo tiempo. No queremos decir que goza tal generación sin esfuerzo alguno del trabajo de otras, sino hacer notar que está en la naturaleza de las obras, de las instituciones del pasado, influir durante cierto tiempo, y hacer reinar en la vida del espíritu que ha presidido a su nacimiento; tienen, en una palabra, cierta fuerza latente que al contacto y al roce cambia en fuerza activa. Es en este sentido en el que el derecho privado de la República donde se había reflejado ese sentimiento enérgico y vigoroso que para el derecho había poseído el antiguo pueblo de Roma, pudo servir al Imperio, durante algún tiempo, de fuente vivificadora; en ese gran desierto de la última época, era el único oasis por donde corría todavía un arroyo de agua fresca y cristalina. Pero el despotismo parece racha ardiente que no permite a ninguna planta desenvolverse, y el derecho privado, no pudiendo por sí solo hacer prevalecer y mantener un espíritu que por todos era despreciado, debió ceder también, lo mismo que todas las demás ramas del derecho, al nuevo espíritu del tiempo.¡Y se presenta ante nuestra vista bajo rasgos verdaderamente extraños a ese espíritu de la nueva época! No se revelan en él los verdaderos signos del despotismo, la severidad y la dureza; al contrario, aparecen otros caracteres que expresan la dulzura y la humanidad; pero esa dulzura misma es despótica; es decir, que lo que a uno concede se lo arrebata a otro, como que es la dulzura de la injusticia y del capricho y no la de la humanidad; es el desorden de la crueldad. No hemos de traer aquí todas las pruebas sobre las que podríamos apoyar esta opinión (7); nos bastará hacer resaltar un rasgo muy particular y significativo de ese carácter y que encierra un rico material histórico; tal es el esfuerzo hecho para mejorar la posición del deudor a costa del acreedor (8). Se puede adelantar esta opinión como general. Simpatizar con el deudor es el signo más patente de que una época es débil: en ella llámase esta simpatía humanidad. En una edad llena de fuerza, se trata, ante todo, de que sea hecha justicia al acreedor. El derecho de hipoteca privilegiado que Justiniano concede a la esposa, viene también de esa humanidad de su corazón, de lo que no podía prescindir y que le hundía a la vez en un asombro indecible siempre que daba una disposición nueva; pero esa humanidad es la de San Crispín, queriendo el cuero de lo ricos para hacer con él botas a los pobres.
Vengamos ahora a nuestro derecho Romano actual. Después de todo lo que hemos dicho, nos encontramos obligados a formar un juicio sin poder fundarlo aquí como queríamos, pero al menos presentaremos, ya que no otra cosa, lo que pensamos acerca de la cuestión.
Diremos, resumiendo en pocas palabras nuestro pensamiento, que encontramos en el conjunto de la historia y en toda aplicación del Derecho Romano moderno, una marcada preponderancia, por más que las circunstancias la ha hecho hasta cierto punto necesaria, de la erudición pura, sobre el sentimiento legal de la nacional y sobre la práctica y la legislación, que contribuyen ordinariamente de una manera exclusiva a formar y a desenvolver el derecho. Es tal erudición un derecho extraño, escrito en lengua extraña, introducido por los sabios, que son los únicos que pueden comprenderlo perfectamente, y expuesto siempre a la influencia contraria de dos intereses opuestos que luchan frecuentemente: el interés de la ciencia pura y simplemente histórica y el de la aplicación práctica junto al desenvolvimiento del derecho. La práctica no tiene, por otra parte, una fuerza suficiente para dominar por completo el espíritu de la materia; está, por consecuencia, condenada a una dependencia perpetua, a una eterna tutela de la teoría, y de ahí viene que el particularismo la arrastre, en la legislación como en la administración de justicia, hacia los débiles ensayos que se hacen para llegar a la centralización.¿Deberíamos asombrarnos de que semejante derecho esté en profundo desacuerdo con el sentimiento de la Nación, que el derecho no se incline más hacia el pueblo que el pueblo hacia el derecho? Detestamos las instituciones y los principios que los habitantes de Roma explicaban perfectamente, porque no tienen entre nosotros la misma razón de ser, y ciertamente que no ha habido nunca en el mundo una manera de rendir justicia que haya tenido más poder que ésa para disminuir en el pueblo toda confianza en el derecho y toda fe en su existencia.¿Qué debe pensar, en efecto, el hombre del pueblo, en que el juicio es simple y recto, si el juez, ante el cual se presentase con un título, probando que su adversario reconoce deberle cien thalers, declarase que el suscripto no está obligado porque hay en eso una cautio indiscreta?¿Qué puede pensar aún, cuando un título en el cual se establece textualmente que la deuda tiene por causa un préstamo anterior, no reviste fuerza de prueba hasta pasados dos años?
No acabaríamos si tratásemos de citar hechos aislados: preferimos concretamente señalar lo que no podemos llamar de otro modo, que los dos extravíos de nuestra jurisprudencia en el derecho civil, tan fundamentales, que son un verdadero manantial de injusticias.
El primero consiste en que nuestra moderna jurisprudencia no admite nunca el pensamiento tan sencillo que hemos desenvuelto y que se resume diciendo: no se trata de una lesión del derecho de un valor material, sino de una satisfacción al sentimiento legal del que ha sido lesionado. Nuestro derecho no conoce otra medida que la del materialismo bajo y grosero, no mira la cuestión más que desde el punto de vista del interés pecuniario. Recordamos haber oído hablar de un juez que para desembarazarse de los pequeños embrollos de un juicio sobre cosa de poca importancia, ofreció pagar de su bolsillo al demandante la suma en litigio, y se incomodaba grandemente cuando no era aceptada su proposición; no podía comprender este sabio magistrado que el demandante no tenía a la vista una suma de dinero, sino su derecho; no era en realidad muy culpable, porque hubiera podido lanzar sobre la ciencia el reproche que a él se le hubiese dirigido. La pena pecuniaria fue para el magistrado romano el medio más potente de administrar justicia al sentimiento ideal que se había lesionado, cambia bajo la influencia de nuestra teoría, de las pruebas en uno de los expedientes y recursos más tristes de que la autoridad ha podido servirse para ensayar el porvenir de la injusticia. Se exige al acusador que pruebe hasta el último céntimo, el interés pecuniario que para él tiene el proceso. Juzguen, pues, en lo que se convierte la protección del derecho cuando un interés de esta naturaleza no está en juego. Un arrendador niega a un arrendatario la entrada en un jardín que se ha reservado por contrato para su goce; preguntamos ahora: ¿cómo se arreglará el primero para decirle el valor pecuniario de algunas horas pasadas por el segundo tomando el fresco dentro de un jardín? Un propietario arrienda a otra persona una finca que ha alquilado ya, pero que no se ha ocupado todavía, y el primer arrendatario debe contentarse durante seis semanas con una miserable habitación antes de encontrar una conveniente; que se evalúe este daño en dinero, o mejor, que se vea la indemnización que el tribunal acuerda; en Francia exigiría mil francos, en Alemania nada de eso, porque el juez de Alemania responderá que las incomodidades, por graves que sean, no pueden apreciarse en dinero. Supongamos aún un profesor que está ocupado en un colegio privado, encuentra más tarde mejor colocación, rompe el contrato sin que pueda encontrársele por el momento un sucesor: ¿cómo podría evaluarse en dinero el daño causado a los discípulos por haberles privado durante algunas semanas o acaso meses, de las lecciones de francés o de dibujo? Y más todavía; ¿ cómo se compensaría la pérdida material que el director del establecimiento ha sufrido? Supongamos todavía un cocinero que deja sin razón su servicio, y que por la imposibilidad de reemplazarle, coloca a sus amos en esa grave molestia: ¿ cómo puede evaluarse este perjuicio en dinero? Nuestro derecho no concede en todos estos casos protección alguna, porque les da tanto valor como le que tendrá una nuez para el que no tenga dientes. Esto es, pues, el reinado de la ilegalidad, y lo que hay en todo ello de más temible y vejatorio, no es la imperfección en que se encuentra, sino el sentimiento amargo de que el derecho bueno puede ser pisoteado sin medios para remediarlo.
No es al Derecho Romano a quien debe acusarse de esta falta de coacción, porque por más que haya tenido como constante principio que el juicio definitivo llevase solamente una pena pecuniaria, ha sabido aplicarlo de manera que satisficiese muy especialmente, no solo los intereses materiales, sino también todos los demás intereses legítimos. La condena a pagar una suma de dinero, era el medio coercitivo que el juez empleaba en los negocios civiles para asegurar la ejecución de sus prescripciones. El acusado que rehusase hacer lo que el juez le imponía, no se libraba devolviendo el valor pecuniario de la obligación a la cual estaba sujeto, sino que esa obligación se cambiaba para él en una pena, y es precisamente este resultado del proceso el que aseguraba al que había sido lesionado una satisfacción a la cual tendía mucho más que a la suma de dinero. Nuestro derecho no concede nunca esta satisfacción, y ni la comprende porque no ve más allá de donde llega el interés material.
Tampoco existen en la práctica las penas que en Roma se aplicaban en materia de derecho privado, y esto nace de la insensibilidad de nuestra legislación actual, por el interés ideal que va unido a una lesión del derecho. La infamia no es hoy aplicada en ningún caso de infidelidad del depositario o del mandatario. El bribón más grande vive en nuestros días completamente libre e impune, mientras sea bastante diestro para evitar todo aquello que pueda caer bajo la acción del Código criminal.
Verdad es que en pago se encuentra todavía en nuestros libros de derecho que el mentiroso frívolo puede ser castigado, pero esto tiene en la práctica muy rara aplicación.¿Qué significa esto, en una palabra, sino que la injusticia subjetiva se coloca entre nosotros al nivel de la injusticia objetiva? Nuestro derecho no establece diferencia alguna entre el deudor que niega de mala fe una deuda y el heredero que de buena fe le niega, entre el mandatario que nos ha faltado a sabiendas y el que faltó contra su voluntad; en fin, entre la lesión premeditada de mi derecho y la ignorancia o incapacidad; el proceso se coloca siempre en la esfera del interés material. Nuestros legistas actuales se hallan tan lejos de creer que la balanza de Thémis debe, en el derecho privado como en le derecho penal, pesar la injusticia y solamente el interés pecuniario, que teniendo presente esta advertencia, debemos considerarla como la objeción de los que dirán que ahí precisamente está la diferencia que existe entre el derecho penal y el derecho privado. Será esto por desgracia una verdad para el derecho actual. ¿Pero lo es para el derecho en sí? Lo negamos. Sería preciso, ante todo, probar que hay una parte del derecho en la cual la ida de la justicia no debe realizarse en toda su extensión; por eso quien dice justicia, dice realización de la idea de culpabilidad.
El segundo de esos errores, verdaderamente funestos en nuestra moderna jurisprudencia, consiste en la teoría de la prueba que se ha establecido. Estamos tentados a creer que no ha sido descubierta más que para aniquilar el derecho. Si todos los deudores del mundo se hubiesen concertado para matar y burlar el derecho de los acreedores, no hubieran encontrado medio mejor que ese sistema de pruebas: en vano se buscaría un matemático que lo presentase más exacto. Sobre todo, en los procesos de daños y perjuicios, llega al grado supremo de lo incomprensible. Recientemente se ha pintado en algunos escritos y de una manera tan sorprendente el odioso desorden, que para emplear la expresión de un legista romano diremos, “ reina aquí en el derecho, bajo el nombre de derecho”, y el contraste que ofrece el inteligente modo de obrar de los tribunales franceses, que no tenemos necesidad de añadir una palabra; pero no podemos menos de decir que va como gritando: ¡desgracia para el acusador y valor para el acusado! Resumiendo, puede afirmarse que este grito es lo característico de nuestra jurisprudencia teórica y práctica. Ha avanzado mucho en esa vía que había comenzado Justiniano; no es el acreedor, sino el deudor quien excita su simpatía y prefiere sacrificar el derecho de cien acreedores a exponerse a tratar demasiado duramente a un deudor.
El que no esté versado en el derecho, apenas podrá creer que haya sido posible todavía aumentar esta parcial ilegalidad que nos ha presentado la falsa teoría de los legistas que se ocupan con el Derecho Civil y el procedimiento. No obstante, los criminalistas anteriores son los que se han extraviado hasta el punto hasta el punto de cometer lo que puede llamarse un atentado contra la idea del derecho, y la falta más grosera de que la ciencia se ha sentido capaz contra el sentimiento legal. Queremos hablar de esta vergonzosa paralización del derecho de defensa provocada, de ese derecho primordial del hombre, que es como dice Cicerón, una ley que la misma naturaleza le ha impuesto, y la que los legisladores romanos juzgaban no podía ser desconocida en ninguna legislación ( Vim vi repellere omnes leges omniaque jura permittunt ). ¡Cómo habrán podido en los últimos siglos y en nuestros días los jurisconsultos persuadirse de lo contrario! Es verdad que los nuevos sabios reconocen este derecho en principio, pero llenos de esa simpatía por el criminal, que los legistas del derecho Civil y del procedimiento tenían por el deudor, tratan de limitarle y debilitarle en la práctica de tal suerte, que el criminal es, en la mayor parte de los casos, protegido en detrimento del atacado, que queda sin defensa.¡En que abismo profundo no va a perderse el sentimiento de la personalidad, cuando tanto se desciende en la literatura de esa doctrina! ¡Qué olvido de la dignidad humana! ¡ Qué desprecio, qué perturbación de su sentimiento simple y justo del derecho! El hombre que es amenazado en su persona o en su honor, debe, pues, retirarse y huir(9); el derecho debe dejar su puesto a la injusticia; esos sabios no están en desacuerdo más que en la cuestión de saber: si los militares, los nobles y otras personas de alta condición, deben también retirarse y huir. Un pobre soldado que para obedecer a esta orden se había retirado dos veces, pero que, perseguido por su adversario, había hecho resistencia y le había muerto, “ era para darle una lección eficaz y para ofrecer a los demás saludable ejemplo “, nada más que condenado a muerte.
Se concede, por tanto, a las personas de una posición elevada o de elevado nacimiento, el derecho que se daba a los militares de emplear para su defensa una resistencia legítima; pero viene a limitarle uno de esos autores, diciendo que no deberían llegar hasta matar a su adversario, si no se tratase más que de una injuria verbal. A otras personas, como los funcionarios del Estado y de la justicia civil, se contenta con decirles: “ que no son, después de todo, a pesar de sus pretensiones, más que los hombres de ley, no teniendo otro derecho que las leyes comunes del país”. A los comerciantes aún los considera peor. “ Los comerciantes-dice-, los más ricos, no hacen excepción de la regla, pues, perfectamente, sin perder su honor o su reputación, sufrir que se les dirija algunas injurias, y si pertenecen a la última clase, que se aplique alguna bofetada...” Si el transgresor de la ley es un campesino o un judío, se le debe imponer la pena que existe contra los que recurren a la defensa personal, en tanto que los otros deben ser castigados de la manera “más ligera posible”.
El modo que se considera propio para excluir el derecho de defensa cuando se trata de una cuestión de propiedad, es todavía más edificante. La pérdida de la propiedad, dicen unos, es exactamente como la del honor, una pérdida reparable, ya por la reivindicación, ya por la acción, injuriarum. ¿ Pero y si el ladrón ha huído y es tan conocido como su domicilio? Qué importa, responden los sabios: se tiene siempre la reivindicación y solo debida a circunstancias “fortuitas y de todo punto independientes de la naturaleza del derecho de propiedad, la acusación no lleva siempre al fin que se propone”. El hombre que debe entregar sin resistencia toda su fortuna, que consigo lleva en papel, puede, pues, consolarse: tiene siempre la propiedad y el derecho de reivindicación; ¡ el ladrón no goza más que de la posesión real! Otros permiten, cuando se trata de una suma considerable, emplear la fuerza, pero solamente como cosa extrema, y no dicen que el atacado debe tener también en este caso, a pesar de su dolor vivísimo, el cálculo escrupuloso de la fuerza que debe emplear para rechazar la agresión. Si innecesariamente llegase a romper el cráneo a su adversario, mientras que si él hubiese estudiado la dureza del hueso hubiese aplicado al ladrón un golpe menos violento, pero lo bastante para atemorizarlo, tendrá que responder de ello. Si un hombre, por el contrario, no se ve expuesto a perder sino objetos de poco valor, un reloj de oro, por ejemplo, o una bolsa que solo contiene algunos thalers, debe guardarse bien de hacer el menor daño al que ataca; ¿ qué es, en efecto, un reloj en comparación del cuerpo, de la vida y de los sagrados miembros del hombre? El uno es un bien fácilmente reparable, lo otros es por completo irreparable su pérdida. He ahí una cosa que nadie negará; pero se olvidan lo que tal dicen, que el reloj es mío y que los miembros son de un ladrón. Sin duda que tienen un valor inapreciable para el ladrón, pero para mí no tienen ninguno, y aún me queda siempre el derecho de pedir que me reemplacen mi reloj.
Pero he ahí bastantes locos extravíos de la ciencia.¡Qué profunda humillación no debemos sentir viendo que ese pensamiento simple, tan conforme y justo con el verdadero sentimiento de derecho, que ve en todo ataque( fuese su objeto no más que un reloj) un atentado a todo el derecho de la personalidad y a la personalidad misma, ha desaparecido de tal modo de la ciencia, que pudo consentir el sacrificio del derecho, levantando la injusticia a la altura de un deber! ¿ Podría asombrarnos que la cobardía y el sufrimiento de la injusticia fuesen el carácter de nuestra historia nacional en una época donde la ciencia osa emitir semejantes doctrinas? Felicitémonos de vivir en una época bien distinta. Semejantes teorías son hoy imposibles; no pueden crecer más que en el lodazal en el que se arrastre una Nación que esté tan podrida desde el punto de vista político, como desde el punto de vista del derecho.
Esa doctrina de la cobardía, de la obligación de sacrificar el oro que se nos arrebata, es el punto de la ciencia más opuesto a la teoría que hemos defendido y que hace, por el contrario, de la lucha valerosa por el derecho, un estricto deber. Un filósofo de nuestros días, Herbart, ha emitido acerca de la base del derecho, una opinión que no es tan falsa, pero que se encuentra bien lejos de es altura ideal, donde se eleva el hombre en que el sentimiento del derecho está completamente sano. Herbart descubre el fundamento del derecho en esta causa estética: el disgusto de la lucha. No hemos de demostrar aquí cuan insostenible es esta tesis, y nosotros nos congratulamos de poder referirnos a los escritos de uno de nuestros amigos queridos(10). Pero si se está autorizado para apreciar el derecho desde ese punto de vista, no sabemos verdaderamente si en lugar de hacer consistir lo que el derecho nos ofrece de estético en la exclusión de la lucha, lo colocaríamos precisamente en su existencia.
Tenemos el valor de emitir una opinión completamente opuesta a los principios de ese filósofo, reconociéndonos francamente culpables de amar la lucha. No admitimos ciertamente una lucha por nada, pero sí ese noble combate en el cual el individuo se sacrifica con todas sus fuerzas, por la defensa de su derecho personal o de la Nación. Los que critican en este sentido el amor a la lucha, tienen que romper toda nuestra noble literatura y toda la historia de las artes, desde la Ilíada de Homero y las famosas esculturas de los griegos, hasta nuestros días. Apenas si hay materia que haya atraído más a la literatura y a las bellas artes, que el combate y la guerra; no será preciso investigar hasta en dónde el sentimiento estético está más satisfecho, viendo ese desenvolvimiento supremo de la humana potencia que la escultura y la poesía han glorificado en el uno y en la otra.
No es siempre la estética, sino la moral, quien debe decirnos lo que es la naturaleza del derecho, y lejos de expulsar la lucha por el derecho, la moral proclama un deber. Este elemento de la lucha y del combate que Herbart quiere eliminar de su idea, es, pues, una parte integrante e inseparable de su naturaleza.
La lucha es el trabajo eterno del derecho. Si es una verdad decir: Ganarás tu pan con el sudor de tu frente, no lo es menos añadir también: solamente luchando alcanzarás tu derecho.
Desde el momento en que el derecho no está dispuesto a luchar, se sacrifica; así podemos aplicarle la sentencia del poeta:
Es la última palabra de la sabiduría
que solo merece la libertad y la vida,
el que cada día sabe conquistarla.
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